Amelia. Buscando la verdad
Capítulo 1

No tendría que estar aquí

Me llamo Amelia De la Vega, tengo cuarenta y dos años y mi vida cambió de la noche a la mañana, y nunca mejor dicho, ya que todo comenzó una mala madrugada de un caluroso mes de julio. A pesar de que fue un accidente, la sentencia fue clara, me declararon culpable y me condenaron a veintisiete años y cuatro meses de cárcel por un doble homicidio, el de mi marido y su supuesta amante, como la calificaron los medios. Fue una locura, pocos días después de aquella fatídica noche todo parecía que se resolvería a mi favor, yo me encontraba pendiente de juicio a la espera de que el juez dictase sentencia o mi libertad. Todo daba a entender que sería algo rápido, pero nada más lejos de la realidad. Al principio mi abogado, Ramón Garrido, me transmitía siempre muy buenas noticias, que todo estaba a mi favor y que pronto recuperaría mi libertad, éramos ajenos a que todo iba a cambiar en mi contra de la noche a la mañana. Entonces, ¿qué cambió?, ¿cómo pude terminar sentenciada a prisión por un doble crimen después de que todo apuntase a que fuera un accidente?. Jamás negaré que maté a mi marido, no, pero fue por un error, consecuencia de actuar en caliente, en defensa propia, yo jamás querría hacerle daño, después de todo es el hombre del que estaba enamorado, con el que me casé y me dio dos hijos.

Casi dos semanas después que empezase mi particular calvario, me encontraba en el Juzgado de Instrucción número seis de la Ciutat de la Justicia de Valencia. Allí la acusación, que corría a cargo del fiscal Manuel Navarro, uno de los fiscales más duros de todo el país, y por supuesto fue bastante duro conmigo, no paraba de aportar pruebas en mi contra mientras yo asistía atónita al proceso. No daba crédito a lo que estaba sucediendo delante de mis narices, de estar a punto de recuperar mi libertad, a verme entre rejas en menos de lo que canta un gallo.

No tenía nada que hacer y mi abogado tampoco se explicaba qué había ocurrido, intentaba por todos los medios defender mi inocencia, pero no había manera, mi suerte estaba echada. En cuanto el juez escuchó la interminable lista de pruebas en mi contra ya había tomado la decisión, veintisiete años y cuatro meses de prisión que podría acortarse por buena conducta... como si eso fuese a solucionar algo mi vida.

Cuando entré al juzgado pensé en que en unos minutos o en una hora como mucho estaría libre, pero no, salía de nuevo por la misma puerta por donde había entrado camino al furgón que me transportaría a la penitenciaria, donde pasaría una buena parte de mi vida. Una vida ya perdida, pues a mis cuarenta y dos años, cuando saliese del agujero a donde me enviaban ya saldría con canas en el pelo, muy envejecida y sin poder haber visto crecer a mis hijos, ¿qué será de ellos ahora sin sus padres?. Esto no podía quedar así, debía de luchar, costase lo que me costase para demostrar mi inocencia y recuperar mi vida.

Según salí del juzgado me llevaron directamente a lo que sería mi hogar en el próximo cuarto de siglo, más de veinticinco años de mi vida entre rejas... una locura, mi cabeza no podía absorber todo lo que había pasado hacía un instante y pensar en lo que vendría después. Cuando llegamos me bajaron del furgón y un poco aturdida y mareada alcé la mirada para ver el aspecto de aquel lugar. Probablemente, no era tan tétrico como me lo parecía, pero en ese momento mis ojos distorsionaban un poco la realidad y todo me parecía oscuro, como en penumbras, a pesar de ser un precioso soleado día de verano en la provincia de Valencia.

—Cuidado al bajar señora —me dijo uno de los policías que custodiaban el furgón que me trajo hasta aquí.

—Gracias. ¿Qué tengo que hacer ahora? —le pregunté mientras trataba de recuperarme.

—No se preocupe, síganos hasta aquel edificio de allí, hay que registrar su entrada —me contestó.

Me condujeron hacia un edificio donde afuera había otras mujeres que supuse que en breves serían reclusas como yo. A simple vista no eran muy distintas a mí, mujeres normales que seguramente cada una de ellas tendría una historia parecida a la mía o peor, ¿quién sabe?. El edificio no era demasiado grande, pero se veía que pertenecía a un conjunto de edificios, imagino que cada uno con una función bien distinta. Nos metieron a todas adentro y allí nos esperaban otras mujeres con uniformes.

—Buenas tardes, señoras, por favor, mantengan el orden en una fila — nos ordenó una de las funcionarias de prisiones que allí nos estaban esperando —. Bienvenidas a la Penitenciaria de mujeres Valencia IV, soy Silvia López - nos dijo una mujer con voz autoritaria-. Seguidamente, pasarán en orden para proceder al registro de cada una de las internas, les tomaremos sus datos personales y podrán dejar sus objetos personales que serán guardados en un lugar seguro hasta que recobren su libertad. Si lo prefieren, deben dejar constancia por escrito para que algún familiar se quede con algunas de sus...

—Disculpa, ¿cuándo nos dan los uniformes? —le interrumpió una joven veinteañera con cara de no haber roto un plato en su vida mientras las demás nos manteníamos en la fila.

—No vuelva a interrumpir por favor - le dijo la funcionaria en un tono amenazante —. Como decía, pueden entregar algunas de sus pertenecías, las que deseen, a algún familiar mediante un escrito que deberán de solicitar durante su registro personal. Y para la niñata que ha visto demasiadas películas, no, no se les entregará ningún uniforme, podrán llevar su ropa personal. Si no han traído suficiente podrán solicitar a sus familiares que les traigan más, pero hay ciertas normas al respecto que ya aprenderán.

Después de unos minutos explicándonos algunas de las normas de la penitenciaria y del proceso de ingreso, donde pasaríamos uno o dos días en este primer módulo administrativo, mientras pasábamos un reconocimiento médico y alguna entrevista personal con funcionarios y profesionales, nos llevaron a un par de barracones donde había varias camas litera. Allí nos dijeron que nos instalásemos para pasar nuestra primera noche, y que según fuésemos terminando el proceso administrativo iríamos pasando al módulo donde estaban las demás reclusas o internas, como aquí se las llamaba.

En aquel momento cogí las pocas cosas que me permitían tener conmigo y me fui a mi cama a tumbarme, cerrar los ojos y olvidar por un instante dónde estaba y todo lo que me esperaba por delante tras estos muros.

—Perdona, ¿cómo te llamas? —me dijo una voz muy cerca de mí mientras tenía los ojos cerrados en la cama.

—¿Cómo?, ¿qué? —respondí mientras abría los ojos y veía el rostro de la veinteañera que antes había interrumpido a la funcionaria.

—Que cómo te llamas, yo soy Alba —me respondió desprendiendo una leve sonrisa en su rostro asustado.

—Amelia, soy Amelia —le dije sin muchas ganas de conversación.

—¿Y qué has hecho?, ¿por qué estás aquí? —me preguntó de forma muy incómoda.

—Eso no es asunto tuyo —le respondí muy borde.

—Vale, lo siento, estoy nerviosa y solo quería entablar conversación —me dijo como apenándose.

—Lo siento, no quería ser una borde, yo también estoy un poco nerviosa. Maté a mi marido, aunque fue un accidente.

—Vaya, lo siento mucho. Qué injusto entonces, ¿no?

—Ya, cosas que pasan. ¿Y tú por qué estás aquí? —le pregunté relajándome un poco.

—También me colgaron un muerto, estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado de mi vida y no hubo forma de convencer al juez que yo no maté a ese tío —me dijo.

—¿Pero qué andáis chapurreando?, sois la caña, habéis matado a dos sinvergüenzas machistas, seguro, eso hay que celebrarlo —dijo otra presa que se metió en nuestra conversación.

—Perdona, pero yo amaba a mi marido, lo mío fue un accidente —le respondí furiosa.

—Bueno, vale, si tú lo dices ja, ja —me dijo entre risas.

—Sí, yo lo digo, y ahora déjame en paz —respondí enfadada mientras se marchaba hacia su litera.

Alba, al ver mi carácter, también se fue a su cama, iba a quedarse en la que había encima de mí, pero quizá se asustó y decidió ponerse en otra. No la culpo, se la ve bastante jovencita, como con falta de experiencia en la vida, no voy a decir que yo tuviese más, pero con esa cara angelical que tiene no sé si será bueno aquí dentro.

Al cabo de un par de horas una de las funcionarias de prisiones nos comunicó que debíamos de acompañarla hacia un pequeño comedor que se encontraba al lado de la zona de literas. Nos dijeron que teníamos media hora para cenar, eran las ocho de la tarde y a las ocho y media nos querían de vuelta en nuestras camas hasta el día siguiente, estaba claro que hoy no ingresaríamos con las demás presas, no sé si eso sería bueno o malo, ya que estaríamos una noche sin dormir pensando en qué nos encontraríamos mañana.

El lugar no era muy grande, tenía unas cuatro mesas donde podían sentarse perfectamente seis personas en cada una y al fondo de la habitación había una especie de cantina donde te servían la comida. Detrás de la barra había dos mujeres que no parecían funcionarias, imagino que al igual que nosotras eran reclusas. No se podía elegir qué comer, estaba ya todo bien definido, aunque tenían alguna especie de menús especiales para veganas o celiacas, que no era ninguno de mi caso. Me puse en la fila y cogí la bandeja, fui desplazándome mientras servían la comida a las demás hasta que me tocó a mí.

—¿Menú especial o comes de todo, morena? —me preguntó una de las mujeres que nos servían.

—¿Cómo? Lo normal, supongo —le contesté sin saber muy bien que decirle.

—¡Que aproveche morena!, ¡Siguiente! —contestó con un tono muy áspero y seco.

Cuando cogí mi comida, miré a ver dónde podía sentarme, localicé una mesa en la que aún no se había sentado nadie y fui allí para probar mi primera comida en este lugar. A los pocos segundos, Alba, la chica que se me había presentado hace un rato, se acercó a la mesa para sentarse conmigo. Imagino que estaría buscando algo de compañía para no sentirse tan sola en este agujero, a pesar del mal carácter que mostré antes. Supongo que tampoco era tan mala idea empezar a relacionarme con alguna de las presas, total, a saber qué nos íbamos a encontrar ahí dentro cuando nos metiesen mañana.

—Amelia, ¿verdad? —me preguntó para iniciar una conversación mientras yo le daba un bocado a mi comida.

—Sí, tú eras Alba si mal no recuerdo. Dime, ¿en serio que te colgaron ese muerto?, ¿cómo pudo ser? —le pregunté intrigada.

—Ni idea, cuando me desperté lo primero que vi fue a varios policías que intentaban despertarme, luego me percaté que había una persona que ni siquiera conocía muerta a mi lado —me respondió mientras yo no daba crédito a lo que me contaba.

—Vaya, veo que no soy la única inocente de por aquí - le dije aunque tuviese algunas dudas de lo que me contaba. Aunque viendo la poquita cosa que era todo hacía pensar que era inocente... o no.

—Eh chicas, mirad, os presento a lo mejorcito que os vais a encontrar por aquí en mucho tiempo. Estas muchachas se han cargado a sus hombres, ahí con dos ovarios —dijo la mujer que hacía un rato se metió en nuestra conversación mientras las demás nos dedicaban unas miradas de admiración como si odiasen a los hombres y nos viesen como unas heroínas.

—Te he dicho que yo no maté a mi marido, al menos no intencionadamente, fue un accidente —le repliqué.

—Sí, sí, en serio que no pasa nada porque lo reconozcas, seguro que se lo merecía.

Sus palabras empezaban a molestarme, no sabía nada de mí ni de mi situación, ¿por qué se sentía libre de juzgarme y de celebrar la muerte de mi marido?. Imagino que lo que estaba viviendo y soportando estas horas previas a entrar con el resto de las reclusas solo sería el principio, ahí dentro imagino que sería un infierno día tras día, más me valía ir haciéndome a la idea.

Por suerte no se sentaron con nostras y al menos pudimos cenar tranquilamente junto con otras tres mujeres que se habían sentado en nuestra mesa, y que como nosotras, tenían toda la pinta de que era la primera vez que entraban en prisión. Éramos la carnaza perfecta para la jauría de lobas que nos esperarían al otro lado cuando ingresásemos.

Tuvimos tan solo media hora para cenar y pasado ese tiempo una funcionaria nos ordenó que volviésemos a la sala donde estaban nuestras literas. Allí nos esperaban otras tres funcionarias que nos ordenaron en un tono muy firme que formásemos una fila, como si estuviésemos en el ejército, debieron de pensar. En ese momento, la que estaba al mando, nos explicó más normas que debíamos conocer antes de ingresar al módulo.

—Tendrán derecho a hacer una llamada a algún familiar o a vuestro abogado mañana por la mañana antes de ingresar, para comunicar que estáis bien o por si queréis que vuestro abogado os informe de algo o queráis exponerle alguna queja. Después de eso cada semana máximo tendréis derecho a hacer diez llamadas, a un máximo de diez números que dejasteis dados en el chequeo que os hicieron hace unas horas. ¿Habéis comprendido? —nos preguntó en un tono algo estricto.

—Si —dijimos todas casi a la vez con un tono poco entusiasta.

—Perfecto —respondió con tono sarcástico —. Continuemos. Más adelante podrán recibir visitas de sus familiares o su abogado, pero antes tendrán que ser solicitadas y aprobadas. Los vis-a-vis de momento no están permitidos hasta que se les comunique lo contrario y tan solo podrán solicitarlo con sus maridos, nada de novietes o rollos de una noche. Compartirán celda con una reclusa ya veterana, disponen de lavabo e inodoro dentro de las celdas, si lo prefieren también hay unos baños comunes, para ducharse tendrán que acudir a las duchas comunes que se encuentran en el pabellón contiguo al módulo donde están las celdas. Tendrán derecho a realizar actividades en el patio dos veces al día, tendrán a su disposición una sala de entretenimiento y las que lo deseen podrán acogerse a los programas de cursos penitenciarios o disponer de un trabajo en cocina o el economato con derecho a un salario. Y por último, las celdas se cerrarán a las nueve de la noche y se volverán a abrir a las ocho de la mañana, tendrán que pasar varios recuentos a lo largo del día. Eso es todo, ¿alguna duda? —terminó preguntando después de soltarnos su discurso.

Nadie respondió, por lo que dio por sentado que habíamos entendido todas las normas que nos había dicho en un momento. Ahora sí, era la hora de ingresar con las demás presas, el momento en que nuestras vidas cambiarían para siempre. Una sensación de angustia y miedo me recorría por todo el cuerpo, no sabía que nos esperaba al otro lado, quería gritar y llorar, pero sabía que si mostraba debilidad delante de las demás podría traerme problemas.


Este fragmento forma parte de la novela Amelia. Buscanco la verdad. La historia continúa en el libro completo.

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© Jainko Stinson. Este texto forma parte de una obra protegida por derechos de autor.

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